Saturday, December 21, 2013

De una nieta a su abuela enferma

Londres, 20 de Diciembre.
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Cae la tarde en un lugar como Éfesos. Sentada en las ruinas de un pequeño anfiteatro, con la mirada perdida en la ladera húmeda. A lo lejos, el mar desnudo, de verde acuerela.



Dan las cinco, suena el  Big Ben, y yo ando en zapatillas con rosas de ganchillo sobre la moqueta verde. Me apresuro, con la inquietud de los ocho años, a ese espejo inmenso y plegado en que mi abuelo hacía probar los trajes a los clientes. De puntillas despliego las puertas y mi imagen aparece infinitamente reflejada entre espejos paralelos. Salto y las infinitas niñas saltan conmigo. Hago el avión, y de pronto me planto en el aeropuerto de Londres, con una pesadez extraña y la sombra de otro.




Vuelo a casa. A la única que no construí en hielo y acumula primaveras. La sensación es de revuelo. La navidad trae recuerdos de ramas tronchadas por tanto turrón y tanta conga, o a pesar de ellos.

Me entristece pensar que las palabras del poeta eran sólo suspiros y que el tiempo si se acaba, aunque uno lo mire despacito en su agonía. Y si se acaba no es por el tiempo en sí, sino por la naturaleza del observador que lo sufre. La variable tiempo igualada a un instante concreto, con nombre y levita, deja de envejecer. Se congela. Se inmortaliza. Sin embargo, el ser que lo observa no puede congelarse. Los fotogramas no son el ser sino su impresión. Y el tejido congelado muere antes de tocar el microscopio.


Me entristece la aceptación de la muerte como parte del ciclo de la vida. Que la tierra alimente las raíces y las riegue, para que el olmo crezca, y luego que cae fulminado por el rayo, la tierra que lo ha parido lo engulla, como si nada. Y lo rocíe de musgo y agua bendita.


Yo deseo que sigas respirando y nos cuentes lo rico que te sale el cardo con piñones, y cómo el abuelo te escribía cartas desde el tren y las enviaba en cada estación. Y cómo os reíais de los zapatos mojados que con el frío humeaban como un cigarrillo a medio fumar.

Ansío que me cuentes, enojada, que no te dejaron estudiar por tener un hermano pequeño y varón, que mire usted, maestra, igual quiere estudiar en unos años, y nosotros no somos gente rica. Pena que el chiquitín saliese futbolista mediocre. Guerra. Discriminación. Machismo y religiosidad. ¡Qué difícil vivir en los 60! El ser mujer en los 60.

A veces recuerdo esas clases de filosofía en el instituto. Estoy sentada en segunda fila, y la substituta nos mira detrás de sus gafas de pasta. Comentamos que para empezar una teoría alguien ha de crear una hipótesis que criticar (que nada empieza de la nada). Evolución. Eso, eso; evolución.

Me levanto de la sala de espera. Voy a atravesar seguridad. Me descalzo y, extrañamente, mis pies sienten la arena de la playa. Atravieso el control despacito, con miedo a que las conchas diminutas y afiladas se claven en mis talones. ¿No escuchas el mar, abuela?¿No escuchas su rugido que nos llama?


Vuelo al sur para viajar al norte para verte. Con la eléctrica seguridad de que, estemos dónde estemos, nos atizará la tormenta.


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Sevilla, 20 de diciembre.



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