Saturday, December 21, 2013

En el tren de Glasgow a Nottingham. Después de leer "La Virgen de los sicarios" (de Fernando Vallejo)




Empieza como una punzada profunda pero intermitente. Sigue un dolor crónico. Cuánta crítica, cuánto odio cincelado en la piedra. Vallejo me tambalea con la crudeza de su crítica. Su grito refleja una realidad desgarradora. Sus personajes reencarnan a Ángel González en su "ahora sólo lo inesperado o lo imposible podría hacerme llorar. Una resurrección. Ninguna muerte."


Describe una fase más allá del dolor y la rabia. La aceptación de ese dolor y de la violación brutal del hombre por las alimañas que renegaron a serlo.¿Cuándo el hombre dejó de ser hombre?¿Cuándo dejó de ser? La realidad que el exiliado pinta muestra la furia silenciada; la metástasis que corrompe los principios de la madre que lo rechazó por no haberse arrancado los ojos al nacer. Traza el destino de Colombia con carboncillo, en la mesita de un tren de pasajeros: zizagueante, entrecortado, que se desdibuja cuando la mano avanza. Si fuera bolígrafo al menos quedaría la esperanza de que se acabe la tinta. Habría final. Pero el carboncillo no se acaba, como la Colombia torcida que Vallejo describe. Abriéndose camino a tumbos, desesperanzada, con la crueldad del desalmado que envidia los gusanos del muerto. Una visión cruda, desfigurada, que muestra la marca que violentamente fue forjada en su pecho y lo volvió res. La flor de la solapa enganchada, no a la chaqueta, sino entre las costillas.

¡Cuánta indignación!¡Cuánta repulsa! Violencia. Asesinato. Violencia. Muerte (liberación). No es la sangre lo que me retuerce, sino la indiferencia, la aceptación y la templanza. Y aquí paz, y después gloria.

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